Barro y llama fue el hombre;
alzado esfuerzo de la constelación nevada.
Desde Tulán al Licancaur o en Puripica
hizo los caminos el cazador.
Entonces, desde la profundidad del tiempo
surgió la lágrima del arte en petroglifo;
así era la palabra de esa flecha pensativa.
Fue cobre y guerra; cántaro y greda;
hacha de piedra;
estoico y trashumante;
artesano del metal;
escatológico sueño;
hendidura de la vida puesta en los Andes.
Y comenzó el ritual: insondable luna de evasiones invadidas.
Se unió la chuquicandia y la chilca;
se erigieron en vapores la chachacoma y el churcal;
en el tiempo blanco del invierno creció el calor puneño;
se bebió el brebaje en tolilla y monteamargo;
cotar, cotar, junquillo; oñagua, cotar, cotar;
hasta acabar con la sed primera,
primer estandarte contra el dolor.
Se alimentó de cauces cristalinos;
no se ausentó de la muerte.
Socavó la cuna del oro;
se conmovió ante la cutícula atmosférica
que el sol amado cada día le brindó;
entonces, se hizo constelación como la estrella.
Adivinó la caída de la flor ensangrentada.
Fue violento, cuchillo de piedra;
humo del sueño perdido en la noche.
Bebió en las horas incontadas el jugo del pétalo amargo:
el hambre que es fuegoagonía entrando por las bocas.
Así prefirió la profilaxis de la carne y, poco a poco,
El Alfarero del Tiempo
levantó la historia del guanaco:
el Loa fue su origen,
el Kunza fue su canto.